La cerveza existe desde tiempos inmemoriales. En cambio, el lúpulo es relativamente reciente en la cultura cervecera.
Surgió en la Edad Media, implantándose en algunas zonas del norte de Europa y extendiéndose poco a poco como sustituto del gruit. Así progresivamente creció su cultivo a nivel industrial, durante los S.XII y XIII, especialmente en el norte de Alemania.
Fue en 1516 con la aparición de la ‘Reinheitsgebot’ o Ley de Pureza Alemana, cuando se consolidó y decretó el lúpulo como uno de los tres ingredientes únicos y permitidos en la elaboración de la cerveza, junto al agua y la malta (la levadura aparecerá posteriormente).
A día de hoy es difícil concebir la cerveza sin lúpulo. Haberlas, las hay, de reciente creación, volviendo a recuperar esos métodos más tradicionales, pero mencionar alguna marca a base de otros elementos distintos, es complicado. Seguro que más de un Cervecista, apasionado y curioso, ha tenido la oportunidad de probar su sabor.
Como ingrediente esencial en la elaboración de la cerveza, y durante el proceso de cocción, los lúpulos definirán un punto u otro de amargor dependiendo de la clase que sean.
Su variedad es tan amplia, que conocerlos todos es un auténtico desafío. Existen distintos tipos según su procedencia (lúpulos ingleses, alemanes, checos, americanos…) pero para empezar a situarnos en este apasionante mundo, los clasificaremos por aromáticos (con aceites esenciales e incorporados en el último hervor del mosto) y lúpulos de sabor, sin dejar de hablar de los lúpulos amargos, que para que aporten su amargor característico, tienen que ser isomerizados.